Amigos, ya está en marcha la II edición de los premios Monóculo de Oro en la revista UNFOLLOW. Podéis conocer la palabra clave y participar pinchando directamente sobre mi foto. Allí están las normas y los microrrelatos participantes. El plazo termina el 2 de febrero, así que aún estáis a tiempo.
Queridos amigos, espero que sepáis perdonarme la ausencia de estos días, pero como dicen en las escuelas de negocio: business is business. ‘¿Y de qué business se trata?’, preguntó la alondra y os cuestionaréis vosotros. De conseguir patrocinadores para mi concurso de microrrelatos. Sí, amigos, acabo de firmar una colaboración con una prestigiosa y nueva revista digital. ‘¿Cómo puede ser prestigiosa si es nueva?’, preguntó la alondra y os cuestionaréis algunos. ¡Quizás cuando os comente que este acuerdo traerá consigo regalos para los mejores cuentos os dejará de preocupar esa ambigüedad! Por cierto, para no tener que repetirme en cada una de las respuestas, antes de que me preguntéis lo mismo os digo lo mismo que le respondí a la alondra: ‘No, no es la revista Cartier’.
De cualquier modo, el protagonista de esta entrada no soy yo, sino el autor del mejor microrrelato con servilleta (ha sido una dura competición, ¡había grandes piezas!). Muy pronto desvelaré la nueva musa que habrá de inspiraros hacia la fama etérea y el regalo material.
Autora: Fercha
Siguió dejando que la línea de tinta saliera del bolígrafo, errática, continua, confusa; guiando su mano para acabar con la solitaria blancura de la servilleta. Cuando los dibujos se cansaron de surgir, se dispuso a asumir que ella lo había abandonado en esa tabla de madera: un naufrago hundiéndose en el bullicio de las otras mesas del bar. Los garabatos lo cubrían todo: el “lo siento” y el “te quiero” de fondo; las cursis flores que, en los minutos de la espera, llenaron su lienzo; los rayajos deslavazados que llovieron sobre sus buenas intenciones cuando el tiempo le dijo que ella no iría a la cita.
Dobló la servilleta, la escondió en el bolsillo de la camisa y se marchó.
Estaba preparado para el dolor, para la tristeza, pero no esperaba tener que enfrentarse, días después, a una lavadora de ropa manchada de negro desolación, destilando desde el bolsillo de su camisa.
La alondra llega hoy y he decidido organizar un pequeño tentempié para recibirla.
Después de pedirle a los jardineros que redactaran una pancarta cariñosa y encontrarme con un cartón manchado de estiercol que rezaba «Qué bueno que viniste», he decidido hacer las cosas por mí mismo. Yo seré muy exigente, ¡pero la alondra es una rencorosa! Es mejor para todos que nada falle. Me he pasado toda la mañana partiendo palitos de pepino y zanahoria con los que he formado un sol de rayos naranjas y verdes cuyo centro es un cuenco de hummus. ¡Todo sea por contentar al ave y su hipocalórico gusto!
Al lado del aperitivo, he colocado el juego de té de la Familia Real que le compré en Londres. El azucarero tiene el rostro de Lady Di, algo que agradará a la alondra, quien solo toma sacarina y siempre ha odiado a la princesa plebeya (¡incluso después de muerta!). Dentro de las tazas, he enrollado los poemas que he plagiado de mis amigos Nagore y Roilenos, que compusieron sendas poesías con mis -¿por qué no reconocerlo?- brillantes indicaciones.
Querida amiga:
En tu ausencia temo
Que me ciegue el veneno.
Que me duerma el alcohol.
Pues a la luz de la luna
La claridad se esfuma
Se pierde y me asalta
la amenaza latente,
soberbia intención,
De buscarte sin tregua
Hasta perder la razón.
Pajarillo, recuerda la pipa pelada
Y la dulce mirada de amor.
Autor: Roilenos
Alondra querida
se que en mi ausencia
has estado abatida,
más mi fiel amiga
a volver
el deber me obliga.
Tus amenazas me recordaron
que te comprase unas tazas
junto con un bol
lleno de alcohol.
El año que viene en Serbia
con nuestra soberbia
disfrutaremos de la tranquilidad
mientras el servicio nos dice con serenidad:
¡Comed y bailad!
Después la intención
es ir a Japón
y comer un buen jamón,
mientras a la luz de la luna
una llama nos acuna
y comemos pipas peladas
con risas malvadas.
Autora: Nagore
¡Creo que no falta nada para recibir a la alondra!
Por cierto, todavía estáis a tiempo de participar en el concurso de microrrelatos. Se trata de escribir un cuento con la palabra ‘portazo’ que no supere los 1.000 caracteres. No hay más premio que el reconocimiento, alimento del ego. ¡Dejad vuestros textos aquí!
¡Buenos días, amigos! He vuelto a mi humilde mansión, una brisa fresca se cuela por las ventanas y empiezo a fantasear con la idea de ponerme un jersey azul marino de cuello vuelto. ¡Adoro septiembre!
No quisiera pecar de soberbio, pero he de reconocer la emoción que he sentido al comprobar cuánto me había echado de menos el servicio. Algunos de los jardineros se han turnado durante mis vacaciones para dormir en mi habitación, probablemente empujados por su necesidad de sentirme cerca y recordar, aunque mitigado, el suave aroma que desprendo (mi secreto: suavizante de almendra).
¡También en las cocinas me han guardado una suerte de luto! Todos han reconocido haber sido incapaces de preparar mis platos favoritos en mi larga ausencia: no ha habido pularda trufada, secreto ibérico ni sorbete de cava . Los pobres se han pasado todo el verano pidiendo comida a domicilio, arrastrados por una fidelidad que parece sacada de otro siglo. ¿Qué más da si han cargado todas las facturas a la casa? La lealtad no entiende de ceros.
Esta semana la alondra regresa de sus vacaciones. Yo aprovecharé estos días para visitar al sastre y ponerme al día con mis obligaciones. Una de ellas, este blog, para el que tengo preparadas jugosas sorpresas que desvelaré en unas semanas. ¡Y ahora, con sumo orgullo y renovada alegría, inauguro la segunda temporada de microrrelatos!
La palabra que debéis incluir en el primer cuento de la temporada es: portazo.
La longitud máxima son 1.000 caracteres y la fecha límite para enviarlo es el domingo 16 de septiembre a las 23h. Dejad vuestros microrrelatos en los comentarios de esta entrada. ¡Suerte a todos!
Amigos, estoy ocupadísimo ultimando detalles de mi fiesta. Ayer os conté cómo fue el ensayo general, ahora solo falta construir las esculturas de fruta y hacer la prueba de vestuario. Había pensado encargar una escultura mía de hielo a tamaño real, pero la alondra amenazó con no venir a la fiesta si seguía adelante con esa «bochornosa idea». Mi única intención era que la escultura helada reflejase la naturaleza fresca y efímera de una buena fiesta, pero ella -¡malpensada sin escrúpulos!- lo ha interpretado como un acto de egolatría sin límites.
Os informo de que tengo una nueva palabra para los microrrelatos de esta semana. No la leeréis en las historias de Proust, Flaubert ni Quevedo, pero eso no le resta belleza ni potencial. Se trata de: microondas.
La longitud máxima será de 1.000 caracteres y la fecha límite para enviarlo es el domingo 17 de junio a las 23h. Dejad vuestros microrrelatos en los comentarios de esta entrada. ¡Buena suerte a todos!
Queridos amigos, aunque no sorprendo a nadie diciendo que adoro ser el centro de atención, es preciso cederle hoy todo el protagonismo a Jotono Gutiérrez Álvarez, el hombre al que deberían conceder el título de «Ceutí del siglo» y darle una llave gigante, una tiara de diamantes o lo que quiera que se regale en esas ceremonias. Jotono es licenciado en Historia y Ciencias de la Música y Diploma de Estudios Avanzados en Musicología. Indiana Jones de las partituras, ha realizado importantes labores de investigación en la música religiosa del Madrid de la Edad Moderna. Fuera de España ha investigado en universidades de Venecia, Melbourne y Chicago. Si le das un laúd, una guitarra o un teclado, los tocará sin problema. Incluso si le tiras una flauta travesera a la cabeza, él la cogerá graciosamente al vuelo y te regalará una hermosa melodía. Curioso patológico, perfeccionista y cariñoso, nunca ha ocultado su obsesión por los armadillos. Salta sin despeinarse del manuscrito al Macbook en el que edita vídeos divulgativos con la música rescatada, ha compuesto bandas sonoras para cortometrajes y no duda en luchar a espadazo limpio con quien ose burlarse de Mecano.
El título provisional de su tesis es “La música en los conventos del Madrid Barroco”, ¿escucha música mientras trabaja? En caso de que la respuesta sea sí, ¿podría ser Mecano o necesariamente ha de ser música clásica del barroco madrileño?
No soy capaz de concentrarme si hay música puesta, inmediatamente me despisto y empiezo a canturrear acompañamientos, segundas voces o ritmos improvisados. Sí escucho bastante en los descansos; cuando estoy investigando música antigua busco algo de la época para motivarme, algo loco y pirotécnico, como arias italianas para castrati o cosas más castizas. Por supuesto, Mecano es magnífico para reiniciar (veo que conoce mis debilidades), también pincho mucho carnaval de Cádiz, Bossa Nova, cantigas medievales, Britney, House, Flamenco y polifonía del Renacimiento. De todo un poco, y por ese orden.
<<Se pasan a limpio los apuntes, los textos musicales se editan>>
Parte de su trabajo consiste en husmear en archivos, rescatar manuscritos y pasar a limpio antiquísimas partituras. ¿El futuro de esta disciplina pasa por el escáner y una manada de becarios o seguirá haciendo falta personarse y tratar con los manuscritos originales?
Permítame matizar la expresión “pasar a limpio”, porque en ella está la clave de la incomprensión que existe sobre la función que hacemos los musicólogos editores. Hay una confusión general entre los conceptos “obra” (que en el caso de la música es de naturaleza “abstracta”), y “texto”, (que es el soporte físico que la conforma, la transmite y que posibilita su reproducción). El trabajo del musicólogo editor es transcribir, preparar y hacer accesible ese texto que, en la mayoría de los casos, es imposible de interpretar a partir del estado de la fuente original. La “obra” puede estar contenida en varios textos originales, con variaciones o errores importantes, que pueden ser ilegibles para los músicos actuales, debido a una mala grafía o por desconocimiento de las notaciones antiguas. El musicólogo debe tomar decisiones constantemente, intentando que su “texto” sea lo más respetuoso posible con la “obra”. Se pasan a limpio los apuntes, los textos musicales se editan, y en el caso de los antiguos, además, se transcriben.
Aclarado esto, para mí el desarrollo real de la historiografía musical vendrá de la mano del escáner. Si me dan a elegir, prefiero el placer de tener los manuscritos en las manos, el olor de los pergaminos y el frío de las catedrales… pero esto conlleva la adaptación a horarios infames, los desplazamientos, la multiplicación de gastos, las cartas de presentación, las mentalidades cerradas, los archivos inaccesibles y multitud de molestias que retrasan o imposibilitan los estudios. En cambio, la digitalización de las fuentes está multiplicando exponencialmente los trabajos de investigación e Internet hace el resto, democratizando el acceso a la información original. En mi caso, si no fuera por la cámara digital y la reprografía no podría sacar adelante ni un cinco por ciento de lo que hago ahora, y mucho menos desde la comodidad de Ceuta.
Como estudioso de la música, usted disecciona una pieza y obtiene argumentos que explican por qué es (o no es) objetivamente buena. ¿Ha encontrado alguna pieza que teóricamente sea una maravilla pero que a usted, sin embargo, le repela?
No me considero un relativista, perorara vez algo me repele, más aún si nos referimos a una música de calidad contrastada históricamente por la interpretación y el público. Aunque sí hay cientos de obras que, a pesar de conocerlas en profundidad y comprender su calado estético, me aburren muchísimo. Schumann y Schubert rara vez están entre mis audiciones, me dan mucha pereza los románticos.
<<¿Rimar “Nueva York” con “jamón de York” es suficiente argumento para no permitirte disfrutar de una canción de la belleza armónica y melódica de “No hay marcha en Nueva York?>>
¿Podría darme ejemplos de canciones de los últimos cien años que sean científicamente sobresalientes pero cuenten con la antipatía de una gran parte del público?
Pienso que muchas de las razones que hacen que aceptemos o no una canción suelen ser extramusicales: la temática de las letras, el estilo al que pertenezca, cuestiones biográficas del intérprete e incluso el estado anímico del oyente en el momento de la primera audición influyen a menudo más en el gusto y el criterio definitivo que la propia cuestión estética, sobre todo en personas con pocos conocimientos musicales e interpretativos. Si preguntamos a nuestros amigos su opinión general sobre “Mola mazo” de Camilo Sesto, estará conmigo en que mucha gente la rechazará de lleno, a pesar de que melódicamente es una canción muy interesante y divertida. Respecto a esta reacción, uno de los casos que más me sorprenden es el de Mecano, cuyas canciones –algunas, en mi opinión, monumentos del Pop– no sólo no son respetadas por una porción considerable del público, sino que se han convertido en objeto de chiste. ¿Rimar “Nueva York” con “jamón de York” es suficiente argumento para no permitirte disfrutar de una canción de la belleza armónica y melódica de “No hay marcha en Nueva York»? ¿Qué hace que tan frecuentemente entendamos la música como un todo sonoro, cultural y social, que nos gusta o disgusta casi instintivamente? ¿Una parte que nos chirría nos debe impedir no profundizar en otros aspectos interesantes de la obra? Slash, el artífice de los punteos de “Sweet child O’Mine” es repudiado por una buena sección de los heavies, que lo tratan casi como si fuera una Spice Girl del rock, sin reconocer su aportación inmensa al instrumento (lo he vivido en algún congreso sobre el tema). ¿Esto ocurre por razones musicales o por, digamos, corporativismo y línea editorial de tribu?
Usted es un científico de la música, pero la música es un arte popular que de alguna manera pertenece al público, que juzga subjetivamente, sin el conocimiento y las claves que usted posee. ¿Desprecia a la masa ignorante o, al contrario, la tiene muy en cuenta?
Si hablamos de la calidad de la música que recupero o de mis composiciones, le garantizo que tengo muy presentes todos los comentarios, la perspectiva solo puede venir de fuera. En mi caso particular, las opiniones inmediatas, frescas e inocentes han sido normalmente las que más han mejorado mi trabajo. Pero es innegable –no todo va a ser buen rollo– que la tendencia general es opinar sobre arte a calzón quitado, sin el más mínimo rubor. No opinamos sobre cardiocirugía si no somos especialistas, pero sobre la “Pasión según San Mateo” de Bach nos podemos despachar a gusto a favor o en contra, cuando es una obra tan compleja como un corazón. De todas maneras, yo prefiero a la gente que opina, hay que opinar, siempre y de todo; con honestidad y templanza, pero opinar es sanísimo. Y que cada uno se reserve el derecho, cuando le afecte, de tenerlo en cuenta o no.
Pongamos ahora la patita en el terreno de la antropología, ¿se conoce alguna sociedad sin música?
No podría garantizárselo, porque hay gente para todo; pero me parece imposible que exista una sociedad, por muy primitiva que sea, que no tenga algún tipo de expresión musical.
Durante cuatro años, dio clase como becario FPU y personal docente investigadoren la Universidad Complutense, ¿cuál fue la mejor pregunta que le hizo un alumno en todo ese tiempo?
Me siento un poco frustrado porque no he encontrado en mi memoria preguntas que me hayan descolocado o impresionado especialmente; en todo caso, mi sensación es que el alumnado universitario español es poco participativo en clase, me di cuenta de esto en mis estancias de investigación fuera de España. La docencia en el mundo anglosajón es mucho más bidireccional que aquí. De hecho, no hay quien los calle.
Saltemos al cine, las bandas sonoras de las películas Disney estuvieron durante muchos años interpretadas por cantantes sudamericanos y, de repente, el suave seseo al que estábamos acostumbrados se esfumó para dar paso a un castellano de Valladolid. De hecho, películas como La Sirenita se volvieron a doblar con el nuevo acento. Como experto, ¿estamos ante un atropello punible o ante una mejora evidente?
Más allá de la pronunciación, no noto diferencias de carácter musical entre las distintas versiones de la canción de Ariel; yo prefiero la española, pero ya es cuestión de gusto. En cambio, lo que han hecho con “Bajo el mar” de Sebastián no tiene nombre: ¡es una sobreactuación de la hispanoamericana! Si se supone que el personaje del cangrejo es latino, ¿para qué doblarlo de nuevo de forma tan histriónica?
Además de un reconocido teórico, usted toca varios instrumentos, ha compuesto música para cortos e incluso ha dirigido alguno. ¿Es «Las Aventuras y Visicitudes de Mono y Armadillo» la obra de la que está más orgulloso?
Estoy orgulloso de la cabecera y de la sintonía, con el tiempo me siguen pareciendo divertidas. El resto es un horror, grabado con una cámara de fotos después de un arroz de domingo. La música la grabé en una pista, con mi madre y mi primo, tocando unos pitos de caña que nos hizo mi padre: más casero imposible. Nunca imaginé que me preguntarían por “Mono y Armadillo” en una entrevista. Muy agradecido.
Hay ciertos tipos de prejuicios culturales (llámelos estereotipos o confirmación paulatina de casos concretos) muy extendidos. Por ejemplo, a alguien que lee El Código Da Vinci se le llama poco exigente, si lleva un libro de Jane Austen uno se puede imaginar que es una lectora sin novio que busca argumentos en contra del amor, y cuando alguien lee Trainspotting no es demasiado exagerado suponer que hablamos de una mente inmadura que vive en casa de sus padres y fantasea con vivir en Berlín, trabajar de camarero y acabar convirtiéndose en un prestigioso fotógrafo moderno. ¿Existen prejuicios similares en la música clásica? Si tu hijo siente un repentino interés por Chopin, ¿deberías dejar de insistir en apuntarle a clases de fútbol? ¿Qué compositor escuchan los machotes?
Algo hay, como en todos los ámbitos culturales; pero me es difícil hacer ese paralelismo porque la gente cercana al mundo de la música antigua solemos tener gustos bastante heterogéneos: pasamos del Renacimiento al Impresionismo o al Rock de manera natural, como si cada etapa o estilo formara parte de un todo. Por eso a mí personalmente me resultaría difícil sacar conclusiones sobre estados de ánimo, vocaciones o tendencias por el tipo de música clásica que se lleve en el iPod. Quizá donde me he sentido más juzgado por mis gustos ha sido en el ambiente de los seguidores de la ópera, del sinfonismo romántico o de la música contemporánea, donde veo más prejuicios a la hora de aceptar repertorio antiguo.
Por supuesto, fútbol y Chopin son compatibles; incluso senderismo y Lully. Si el niño es pianista: balonmano y Chopin mejor no. Y respecto a los machotes, ahí sí, hay música para ellos: Gesualdo, Buxtehude, J. S. Bach, Haydn, Beethoven, Wagner, Mahler, Stravinsky, Webern y John Cage. Yo soy más de senderismo y Lully.
Usted y yo compartimos afición por los placeres de la gastronomía (si bien yo tiendo a moverme por el Club del Gourmet y usted es más de franquicias norteamericanas donde el bacon y el cheddar rigen la carta). Con la mano en el corazón: ¿hamburguesa o brownie?
Supongo que ahora los lectores me imaginarán como un Homer Simpson con batuta. No me defenderé, y sin complejos respondo rápido a su pregunta: hamburguesa. Siempre artesana, por supuesto. Si la carne es de primera, está en su punto de cocción y viene acompañada de algo verde y fresco me parece un manjar, incluso propio de un paladar como el suyo. Los meses que pasé en EEUU me hicieron caer del caballo en este aspecto: ¡fuera prejuicios, dentro Cheddar! Me gustaría demostrárselo, espero tener la oportunidad de invitarle pronto a un par de hamburguesitas de pato en “Rocío, Tapas y Sushi” (Málaga); si eso no le parece un néctar de dioses es que usted no puede ser buena persona, así de radical me vuelvo.
Acepto de buen grado la invitación, ¡pero déjeme advertirle de que en modo alguno comeré una hamburguesa con palillos!
Una parte muy importante de su trabajo es rescatar partituras. Usted ha llegado a tener en sus manos documentos del siglo XIII. Imagino que existen estrictas medidas de protección a la hora de manejar estos libros tan delicados…
En el caso de España,las bibliotecas y archivos públicos normalmente tienen unas medidas de conservación y protección muy estrictas; a veces demasiado, ya que la tendencia actual es no dejar trabajar con los originales una vez que están fotografiados o digitalizados. Por otra parte, salvo en catedrales y otras instituciones encomiables, una buena parte de los archivos eclesiásticos y privados están en ocasiones en condiciones lamentables y en manos de personas sin ninguna formación. He visto multitud de papeles y pergaminos, algunos de ellos con casi cuatrocientos años, apilados en el suelo con humedad y hongos más veces de las que se pueda usted imaginar; he constatado la pérdida de piezas únicas por culpa de la dejadez, el descuido o por razones menos inocentes. Pero aun así soy optimista, el grado de conciencia con respecto al patrimonio documental está aumentando exponencialmente.
Póngase en situación: usted está enfrascado en la lectura de uno de estos antiquísimos manuscritos y, de repente, estornuda bravamente encima de una de las páginas. ¿Cuál sería la actitud responsable a tomar en este caso? ¿Cómo cree que de verdad reaccionaría si le ocurriese?
Por lo escatológico del tema, permítame contestar usando términos meteorológicos. Respecto a lo responsable, si la precipitación es un simple chispeo con resultado superficial que no afecta al papel, al pergamino o a la tinta, no creo necesario más que eliminar con mucho cuidado y con el instrumento adecuado lo que allí no había antes del chaparrón; sin más aparato ni molestia al personal custodio. Pero si ha habido tormenta -o incluso granizo- con daños en el soporte físico que contiene el texto y que puedan hacer peligrar su comprensión o conservación, lo virtuoso es avisar de inmediato a los archiveros para que decidan qué es lo conveniente y asumir las consecuencias.
Ahora, si me pregunta por mi comportamiento real, no sé si la vergüenza me dejaría vislumbrar con tanta nitidez la línea que separa los dos casos, con probable tendencia a practicar el primero. Si, por ejemplo, me ocurriera solo y sin vigilancia en el archivo de una iglesia confieso que, salvo declaración de zona catastrófica, me quedaría quieto unos segundos, comprobaría con disimulo que sigo sin compañía y, tras un minucioso control de daños, improvisaría la reparación con lo que tuviera a mano. Pero si la situación se da un miércoles a media tarde en plena sala Cervantes de la Biblioteca Nacional de España, mi reacción sería mirar al bibliotecario, después al servicio de seguridad y, una vez creado el triángulo de complicidades, sonreír esperando instrucciones con la mayor sumisión. En todo caso, conviene recordar que desde el día en que se escribió el manuscrito, pongamos hace cuatro siglos, hasta hoy ha llovido mucho.
¿Por qué ha elegido el microrrelato que ha mandado?
Quería llevar un poco más allá el dilema que me ha planteado usted en la pregunta anterior, añadir una nueva variable a la ecuación del ego del investigador.
Autor: Jotono Gutiérrez Álvarez
El estruendo todavía resonaba en las bóvedas de la inmensa sala vacía. La reverberación del espacio marmóreo había puesto de su parte, pero aun así Javier no podía creer que semejante sonido hubiera salido de él mismo. Tantos días seguidos de frío y humedad, aislado frente a esa partitura imposible, le habían pasado factura. Y además en el peor momento: justo cuando, ayudado de su lupa, comprobaba por enésima vez que ese puntillo, que hubiera hecho cuadrar el ritmo de aquella centenaria notación, única y desconocida, seguía sin estar ahí. “Tiene usted tres semanas”, le habían advertido los responsables del manuscrito, “ni fotos, ni portátil; sólo lápiz y papel”. Años de formación, espera e influencias para acceder al legendario pentagrama y ahora, con los ojos cerrados, no sabía qué le atemorizaba más: si comprobar el destrozo causado o verse de nuevo en aquella mesa, solo ante su fracaso como transcriptor. Abrió lentamente los párpados y, después de un exhaustivo análisis, solamente encontró una minúscula mancha. Pero no podía ser: ¿cómo, en el nombre de Dios, pudo caer exactamente en ese lugar?
La alondra y yo hemos preparado el siguiente menú para mi, cada vez más próxima, fiesta. En realidad, yo he escogido lo que se me ha antojado y la de las plumas ha hecho de juez, por lo que algunos platos llevan su aprobación y otros solo su desdén. AA significa: «Alondra Approved».
– Canapés de langostino y de secreto ibérico.
– Brochetas de tomate cherry con mozzarella (palos dorados, nada de madera barata que pueda astillarse en la lengua de mis invitados).
– Cucharitas de caviar.
– Sorbete de mandarina (con pajita)
– Pipas peladas en boles dorados (AA).
– Selección de Riberas del Duero (AA)
– Tónica, Cherry Coke y Bitter Kas (técnica encubierta para que todo el mundo beba vino)
– Lenguas de gato de chocolate blanco (AA).
– Champaña para parar un tren (AA).
¿Qué os parece? La alondra insistía en poner gazpacho, pero no tengo ninguna intención de que mi fiesta apeste a ajo, así que lo he descartado. El que quiera sopa fría que pida vino tinto. Esto es una fiesta elegante, ¡no un picnic para domingueros!
Antes de seguir, os recuerdo que la palabra para los cuentos de esta semana es charco. Y ahora, el esperado momento de gloria y reconocimiento enmarcado con devoción y mimo. Os presento al autor de mi microrrelato con toalla favorito de la semana pasada. Sus palabras dibujan la silueta de la peor manera de estar en el mundo: ¡la muerte en vida!
Autor: Xavi Puig
Se metió en el ascensor con la intención de darle al botón que le pidiera el cuerpo. Cualquier piso menos el suyo, esta vez iría a la aventura. Intuía que los descansillos se parecían entre sí, que eran todos del mismo color salmón. Pero, ¿y si eran muy distintos? ¿Y si en otros pisos había litografías de Miró, plantas o hasta un corcho para colgar avisos? Cerró los ojos y pulsó el botón del sexto. Se le encogió el estómago cuando el elevador siguió subiendo por encima del cuarto. Flirteó incluso con la imagen de la cabina estrellándose contra la azotea, atravesando el edificio como una bala, dibujando una trayectoria errática en el cielo. Pero paró en el sexto, como estaba previsto. Entonces él abrió la puerta hacia lo desconocido, hallando solo oscuridad. Nervioso como estaba, no encontró el interruptor de la luz, y eso que lo buscó con la mano, arrimado a la pared como un gato asustado. Oyó un golpe lejano que le sobresaltó y, tembloroso, reculó hacia el ascensor sin mirar atrás. Le dio al botón del cuarto y regresó a su casa, al refugio. Tranquilo, no ha pasado nada. Nunca se arrepintió de haber tirado la toalla. Su vida estaba bien así. Y finalmente murió un lunes, como estaba previsto.